Los Vitrales son esa obra de arte que empieza a gestarse
en el momento en que se recibe un encargo. Es entonces cuando
se empieza a pensar en el tipo de vidrio que se va a utilizar,
imaginándolo ya colocado en el lugar para el que va a ser creado,
dibujando mentalmente el diseño antes de pasarlo a papel,
tomando las medidas, cortando el cristal, encajandolo en el plomo
hasta formar el complejo rompecabezas de color que genera
la magia capaz de atrapar la Luz en cada una de sus formas.

jueves, 20 de enero de 2011

Simbología en el Vitral

La Simbología en los vitrales es muy compleja, cada cual puede darles una u otra interpretación. Quizá, las explicaciones de Patrick Ringgenberg sean las más precisas.

METAFÍSICA DE LAS VIDRIERAS
Patrick Ringgenberg

A pesar de que se encuentren composiciones en vidrios coloreados en el arte islámico -en el Magreb o en las mezquitas otomanas, por ejemplo- la vidriera es sin embargo propia del genio espiritual cristiano, evocando inevitablemente el episodio de la Transfiguración: sobre una alta montaña, ante tres apóstoles, Cristo se vuelve resplandeciente como el sol, y San Basilio, comentando el acontecimiento, escribe que la luz divina aparece a través del cuerpo de Cristo como «a través de una lámina de vidrio».
La vidriera, que la luz solar transforma en miríadas de joyas incandescentes, prefigura simbólicamente la visión espiritual de los seres reintegrados en Dios, convertidos en luces en la Luz, cada uno según su proximidad al Sol divino. Una piedra preciosa es como un estado de luz solidificada, y es así que ella es la imagen adecuada de una estación espiritual, de un grado de participación en el Conocimiento y por tanto de transparencia a la Luz divina: Dante, en La Divina Comedia, emplea frecuentemente el simbolismo de las gemas atravesadas por los rayos solares para evocar la naturaleza intangible, irradiante e incorruptible de los estados angélicos y supraformales. Por lo mismo, la Jerusalén celeste -de la cual la catedral gótica se considera una imagen terrestre y anunciadora- se dice que tiene el resplandor cristalino de una piedra de Jaspe (Apocalipsis, XX 11), iluminada solo por la potencia irradiante de Dios y por una luz sobrenatural que, existiendo por si misma, es invariable e inagotable.
El hombre deificado participa en la Divinidad de la misma manera que el vidrio iluminado participa en su fuente iluminativa: permaneciendo, en relación a su naturaleza manifestada y personal, un ser relativo, y por lo tanto no pudiendo llegar a ser lo Absoluto él mismo -el vidrio no puede ser el sol, lo mismo que el hombre no puede ser Dios-, el hombre es sin embargo reabsorbido y transfigurado en el Infinito divino, como el vidrio que, aún permaneciendo como vidrio, queda enteramente penetrado por la luz y se vuelve por así decirlo semejante a ella. Louis Laneau, en la Deificación de los Justos, hablando de la unión con Cristo, escribe que el hombre es parecido a un trozo de cristal tan resplandeciente al sol que podría ser considerado como el sol mismo, a pesar de que se trate de una fusión sin confusión, de una extinción y no de una disolución: la realización metafísica última es una dilatación del fondo más puro del ser en la Esencia suprema, sin que este, en esa reintegración esencial, pierda su naturaleza principalmente determinada.
Siendo cada ser tal posibilidad en Dios, él es también, por así decirlo, tal color si bien que el ser deificado es a la vez coloreado -en tanto que forma arquetípica- e incoloro puesto que participa en la indiferenciación de la Esencia no-causal. Cada ser ve así la Luz divina incolora a través de su propio "color" ontológico, o según otro punto de vista, la Luz divina Se ve en el corazón-espejo de un ser determinado y por tanto a través de tal "color" manifestado y contenido bajo un modo sobreeminente e indiferenciado -incoloro- en la Infinitud misma.
(...)
Según Ezequiel (XXXVIII, 13) el Edén, el jardín de Dios estaba rodeado de un muro de piedras preciosas: el simbolismo vegetal -la plenitud fecunda y desbordante de la vida- se combina con un simbolismo mineral -la santidad indefectible- y la catedral gótica, bosque de piedra iluminada por aperturas multicolores orientadas hacia el cielo, evoca también este doble aspecto de todo estado y realidad sobrenaturales.
Era frecuente en la Edad Media el comparar la acción fecundadora del Espíritu Santo en la Virgen, con el sol que entra en el cristal y sale de él sin romperlo: esta fecundación, y después el crecimiento y el alumbramiento que le siguen, son el prototipo de toda realización espiritual, que es a la vez una gradual depuración de la individualidad caída, y la actualización de consciencias y de estados espirituales siempre más profundos y más puros. Para que el Espíritu pueda expandirse y resplandecer en el alma como la luz en el cristal, es necesario que el vidrio se vuelva claro, lavado de sus imperfecciones y de sus manchas, -que el alma reencuentre su desnudez substancial, que quede vacía de toda forma, perfectamente serena y receptiva: «Tu, vidrio claro»" escribe de la Virgen, Heinrich von Laufenberg, y la «Madre de Dios» -«Hija de su Hijo»- a podido ser comparada a un cristal o un aguamarina dando nacimiento a la verdadera luz.
Ver la luz divina exige el volverse semejante a ella, según el axioma metafísico de que «solo lo semejante conoce a lo semejante», y que solo el ojo sano -la inteligencia rectificada e iluminada- puede llenarse y llenar el cuerpo de luz (Mateo, VI, 22-23). El vidrio, por su transparencia, se emparenta con la luz, por lo mismo que la substancia del alma, en su pureza, su plasticidad y su belleza originales, se emparenta con el Espíritu mismo, y es en virtud de esta similitud que ella Lo atrae y se une a El. Y quien dice transparencia a la Luz de lo alto, dice igualmente capacidad de devolverla hacia abajo: los justos son «fuentes de luz en el mundo» (Filipenses II, 15), es por los santos, que son un espejo frente a Dios y símbolos de Dios frente a los hombres, que se expanden las influencias espirituales emanadas de la realidad esencial de la religión, de la misma manera que los personajes de las vidrieras se convierten en los mensajeros de la irradiación solar devolviéndola bajo una forma coloreada, individualizada y determinada.
Sin luz, la vidriera no existiría. Esta constatación es también la afirmación de una ontología: Dios, Luz de todo lo que es, es «el que es» (Exodo, III, 14). Toda relatividad supone una Causa absoluta: toda cualidad en este mundo es reflejo directo o indirecto de una Cualidad divina. El hombre no es realmente Aquello que él es, más que si él ha podido renacer a la Luz deificante: mientras que los santos son «hijos de la luz y del día» (I Tesalonicienses, V, 5), las tinieblas del ser caído son como una muerte, una no-existencia, una ilusión opacificante que parodia la «Noche luminosa» de lo Divino. De la misma manera, por lo mismo que las vidrieras no tienen presencia, significado, belleza, más que por la luz solar, por lo mismo Dios es la razón de ser, la realidad, el fin de toda existencia.
La vidriera anticipa entonces simbólicamente el desvelamiento que se produce a la muerte, en la realización espiritual, o en el fin de los tiempos, puesto que «no hay ningún secreto que no aparezca un día» (Mateo, X, 26) y que todo lo que aparece como aparente es luz (Efesios, V, 13-14).
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La vidriera ha nacido de una teología de la luz, cuyos fundamentos se encuentran en el Evangelio: «El Verbo es la verdadera luz» (Juan, I, 9), «Yo soy la luz del mundo» dice Cristo (Juan, VIII, 12), «Dios es luz» sin tinieblas (1 Juan, I,5), «el Dios que ha dicho: "Que de las tinieblas resplandezca la luz", es Aquel que ha resplandecido en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (Î Corintios, IV, 6), etc. Para Dionisio Areopagita, cuya síntesis inspirada por el neo-platonismo constituye para el mundo cristiano la fuente mayor de esta doctrina, el Cosmos es una Efusión o un Desbordamiento luminoso surgidos del exceso de la Luz en si que, en ella misma, está más allá de toda luz. Esta Irradiación es simple, constante, siempre idéntica a si misma, no disminuye en nada la Luz divina, y se refleja diversamente en cada grado de existencia y en cada ser según la capacidad de cada cual. El sol, sus rayos, y la vidriera que ellos iluminan representan respectivamente el Verbo divino increado, el Verbo manifestado o creado por el Ser divino y que está en el centro del Cosmos total, y finalmente el Cosmos en si mismo existenciado e iluminado por el Verbo manifestado.
Todo viene de la luz ontológica, todo es por ella, y todo vuelve a ella; y esta Luz tiene en ella misma su principio y sus raíces "sobre-esenciales" en la absoluta Transcendencia que es Tinieblas, no por privaciones sino por exceso de luz. La luz divina, desvelándose en el Cosmos, se «cubre de luz como un manto» (Salmo CIV, 2) y por ello se revela todo disimulándose por esta irradiación misma. Lo Divino se manifiesta a través de la proyección centrífuga y "descendente" de sus Atributos y Posibilidades, y se vela al mismo tiempo por los estados de existencia que son a la vez Luz por sus cualidades y por su existencia misma, y no-Luz u opacidad por su relatividad y sus límites. Por lo mismo, la vidriera es una cascara de luz velando a la Luz, un velo resplandeciente o una cortina luminosa, a la imagen del Cosmos en el cual Dios se esconde a los seres por la evidencia misma de su presencia, y por las realidades terrestres que no son otra cosa que destellos fugitivos y congelados de la Luz increada.
La vidriera refracta en una multitud de vibraciones coloreadas, la luz una e incolora del sol. Es ese el símbolo mismo del Verbo divino que, conteniendo en si bajo un modo sintético e indiviso, una infinidad de atributos esenciales, reverbera en el Cosmos ciertos contenidos suyos bajo un modo desde ese momento ya diferenciado y condicionado. En otros términos, por lo mismo que los diversos planes cósmicos son la manifestación simbolizante, diversificante y limitante, de las Posibilidades principiales, de los Arquetipos divinos, por lo mismo los colores de una vidriera revelan distintivamente ciertas propiedades de la luz incolora. Los colores son estados de la luz, determinaciones cualitativas de esta: si lo Incoloro se relaciona con el No-Ser, con la esencia incondicionada, los Colores representan los Atributos y Nombres del Ser creador y personal, del Rostro determinado y cualificado del Principio. Los colores terrestres son un símbolo de lo Real invisible, siendo a la vez sin embargo, en su contingencia, una imagen ilusoria e ilusionante que es necesario transcender.
La vidriera reproduce y simboliza esta misma ambivalencia de las relatividades cósmicas que son a la vez las formas y los modos de presencia de Dios -la naturaleza virgen o el arte sacro son testimonios de la Verdad y de los destellos de la Belleza-, a pesar de que la Divinidad sea absolutamente otra que estas formas y perfectamente independiente de ellas. Si las vidrieras resplandecientes revelan distintivamente aspectos intrínsecos de la luz, ella velan sin embargo su naturaleza esencial e incolora: por una parte los colores son Luz -con relación a la inmanencia y a la continuidad existencial-, por otra no son más que símbolos de un Centro incoloro que los transciende. El sentido y el objetivo de la vidriera no es la vidriera sino el sol: parafraseando una formula patrística («Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios»), la luz, en la vidriera, se hace colores para que los colores se vuelvan luz.
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La vidriera, que vence a la opacidad irreductible de la materia, que revela la Inmanencia luminosa escondida en la densidad impenetrable de lo tangible, simboliza así la transfiguración del cosmos, la reintegración o el co-nacimiento espirituales, los mundos ideales, la verdad inteligible y la belleza incorpórea. La belleza terrestres no puede ser mas que sensorial, y por lo tanto ínfima u oscura comparada a las bellezas de los mundos supra-sensibles, y de manera análoga para la Verdad, cuyo conocimiento humano -aunque esté iluminado por el Intelecto- es a la fuerza limitado bajo ciertas circunstancias.
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Desde el punto de vista de una arquitectura de la luz, las iglesias románicas y góticas se oponen y se complementan simbólicamente como la Tiniebla luminosa y la Luz ontológica, que son dos expresiones posibles y cualitativamente iguales de lo Divino, a pesar de que la primera sea más principal que la otra: la Esencia transcendente y oscura, por lo tanto innombrable, no cualificable, impersonal, y el Ser divino, surgido de la Esencia indiferenciada, es Luz, puesto que es el Principio primero de toda existencia manifestada. El gótico, siendo prolongación del románico, desarrolla el simbolismo de una tensión mística, de la voluntad permanente de una transparencia interior y de un amor a la vez diamantino y exaltante. En el equilibrio estático y la penumbra de una iglesia románica, el hombre está invitado a volver a la oscuridad serena y límpida de su centro espiritual; mientras que el movimiento inmóvil de la catedral gótica, que cristaliza una elevación purificadora y espiritualizadora, la geometría luminosa de una dinamismo espiritual, despierta y aviva la aspiración activa hacia la altura majestuosa e inviolable del Orden celeste. Con el "voluntarismo" gótico, el ser es elevado a si-mismo, inflamado por una esperanza y una alegría que equilibran las normas tradicionales, de las que las leyes físicas de la arquitectura son como un eco natural. La sutileza y la claridad de las formas góticas traducen el deseo de inmaterializar la materia, y de llevarla entonces a su más alto grado de transparencia, de fluidez, de "inmediatez" metafísicas, con el fin de simbolizar la "encarnación" sensible de la inmaterial Jerusalén celeste que es a la vez temporal -puesto que es algo "a venir"- e intemporal -puesto que es "de todos los tiempos"- y que, también, es a la vez exterior a nosotros -en tanto que realidad cósmica- y en nosotros -en tanto que realidad inmanente-.
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Un cuento popular rumano nos cuenta que la tierra era originalmente tan transparente como el agua, y que no es más que tras el asesinato de Abel por Caín que Dios, para disimular las huellas del crimen, dio a la materia terrestre el carácter opaco que nosotros conocemos ahora. Las tradiciones son unánimes en afirmar que la tierra del paraíso o de la edad de oro, por su pureza y claridad teofánicas, era más sutil y "líquida", estando todavía próxima de la naturaleza inmaterial de sus raíces suprasensibles. En las condiciones terrestres primordiales, la materia -de una limpidez cristalina y "anímica"- estaba como iluminada desde el interior, de manera que los colores no estaban iluminados por un foco externo, sino que eran ellos mismos luz: lo cual nos lleva al simbolismo de las gemas, que son de alguna manera una luz coloreada o un color hecho luz.
Todo esto concuerda para hacer de la vidriera una ilustración de la plena actualización de la gracia del bautismo, de la vuelta del ser al estado espiritual edénico y a la perfección del hombre original hecho "a imagen de Dios". Según los Padres de la Iglesia, que se fundan en la Epístola a los Hebreos (VI, 4 y X, 32), el bautismo es una "iluminación" (photismos) virtual que permite al ser reencontrar la santidad adámica del estado humano: «Despiértate, tu que duermes, levántate de entre los muertos, y sobre ti el Cristo resplandecerá» (Efesios V, 14).
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Luz informada y mundo formal de la luz, la vidriera evoca igualmente el mundo intermedio entre el Espíritu y el mundo de las formas cuantificadas y materiales, dicho de otra manera; el nivel cósmico sutil y -en el plano microcósmico- el alma. Los mundos sutiles participan a la vez de lo Inteligible, siendo suprasensibles y no sometidos a la duración, y de los mundos sensoriales, ya que están provistos como ellos de formas y de movimientos. Lo mismo para el alma: como el ámbito de los cuerpos, esta delimitada por una forma individual, pero ella se asemeja sin embargo por su sutilidad y su pluridimensionalidad con el Espíritu, a pesar de que sea más densa que este. Pero la vidriera simboliza, no los mundos sutiles inferiores o demoníacos, sino aquellos irradiados por la Luz inteligible, las "tierras celestes", y que reflejan, revistiéndolas de una apariencia inmaterial, los contenidos del Intelecto universal: las escenas de las vidrieras son como la "corporificación" luminosa de arquetipos divinos, la imagen simbólica, bajo un mundo "sutil" o "anímico", de una esencia invisible.
La vidriera no muestra tal acontecimiento sagrado o tal hombre santo sino más bien su prototipo celeste: no los hombres o la naturaleza contingentes y exteriores, sino simbólicamente sus Ideas normativas, que se encuentran, bajo un modo sintético y supra-formal, a la vez en la "Interioridad" divina y en el núcleo más interior de los seres.
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Toda Revelación sagrada exige un soporte humano que la reciba y que enuncie en lenguaje humano el contenido inefable de tal Rayo divino. Los profetas son a la vez los prismas refractores que traducen la Luz divina y La devuelven inteligible al hombre, y el velo que La tamiza y que, por consiguiente, aún ocultando la pura realidad incolora y deslumbrante de esta Luz, permite sin embargo ver un reflejo de ella que participa realmente en su Fuente increada.
Este doble simbolismo que expresa la vidriera: los seres santos son los vehículos de tal arquetipo espiritual, de tal mensaje tradicional, de tal modo de espiritualidad, por lo mismo que cada personaje de vidrio difunde diferenciadamente la misma luz, cada uno según su personalidad y su tipología espirituales; y aún por diferentes que sean las espiritualidades y las sabidurías, estas reflejan y se desprenden todas de un Principio único, por lo mismo que los vidrios coloreados están inundados por una única y misma fuente luminosa. Y por lo mismo que es imposible mirar fijamente al sol, la vidriera permite ver la luz solar sin ser deslumbrado, pero esta luz coloreada no será la luz como tal: de la misma manera, un santo, cualquiera que sea su proximidad con Dios y su iluminación en El, permanece siempre, en el plano de las criaturas, como una forma y un sujeto que no pueden ser identificados a la Santidad en sí; o todavía más: una religión, a pesar de que venga del Espíritu divino, no es más que un camino hacia El, y el camino no es Dios aún comunicando realmente alguna cosa de El. El sol, aún que esté infinitamente distante de los vidrios coloreados, los ilumina sin embargo a todos completamente y perfectamente.
(...)
Una vidriera está hecha de líneas y de colores, de delimitaciones formales y de contenidos coloreados, dicho de otra manera, y analógicamente, de ritmo y armonía, de geometría y de musicalidad (o de melodía), de virilidad y de feminidad. Al polo esencial, "activo" y contractante de la forma, responde el polo existencial, expansivo y "pasivo" del color. A la función regidora y estabilizante de la forma, responde la función resplandeciente y diletante del color; formas sin colores no son más que una red esquelética y estéril, e inversamente los colores sin rigor formal no son más que una mezcolanza ininteligible y vana. Las formas fijan y determinan a los colores, y los colores a su vez vivifican, magnifican y fluidifican a las formas.
Bajo el punto de vista -vertical- de excelencia y de anterioridad, la forma es más principal y primordial que el color: es el polo esencial del Logos increado el que determina su polo receptivo, dicho de otra manera, el Espíritu divino "precede" -según un modo no temporal sino lógico- su Receptáculo substancial, y es la razón por la cual un artista, reproduciendo el proceso divino de creación o de manifestación, traza en primer lugar los contornos de las cosas antes de colorear estas. Bajo otro punto de vista, en revancha, los colores se refieren a la esencia inmanente de las cosas o de los seres, de la misma manera que la mujer simboliza el esoterismo y la gnosis, mientras que el hombre representa la ley exterior y la racionalidad, o también la consciencia ordinaria o profana. Por una parte, las formas manifiestan el Intelecto, el Conocimiento, y los colores el mundo del alma y la reverberación anímica o existencial de los arquetípicos; por otra parte, los colores desvelan el contenido mismo de este Conocimiento, mientras que las formas no son más que la exteriorización limitada y limitante de este. Hay en el color una dimensión de ebriedad, de misterio, de infinidad, correspondiente al Amor que inflama, ennoblece, envuelve, perdona, espera y puede todo, y que está precisamente en el corazón de la perspectiva espiritual cristiana. En fin, las formas y los colores no existen más que por la luz del sol de la cual son como dos hipóstasis: Dios -el «verdadero Sol»- es a la vez Conocimiento y Amor, Ciencia y Belleza, Rigor y Misericordia, Geómetra y Colorista.
Una relación análoga a esta, rige las escenografías figurativas de la vidriera de una parte, y sus elementos decorativos por otra, compuestos de ornamentos vegetales o de motivos geométricos y situados entre los medallones y en los bordes. Si los primeros transmiten un conocimiento, los segundos son principalmente una imagen de la gratuidad, de la riqueza y de la libertad de la vida, y por eso mismo de la Gracia divina. El simbolismo de las vidrieras corresponde a la Verdad, a las Ideas divinas, y los elementos decorativos a la infinidad y al desarrollo "horizontal" de la Existencia y de sus posibilidades. Unas cristalizan la dimensión de absolutidad de lo Divino, su Necesidad, su Justicia. Lo que es invariablemente; mientras que, multiplicando indefinidamente las mismas formas, las decoraciones reflejan la multitud de los modos positivos de existencia, la plasticidad insondable de la Substancia, las ondulaciones cualitativas del alma. Las escenas figurativas de las vidrieras -surgidas de las santas Escrituras- "encarnan" una intelección, y los motivos decorativos reproducen un "ser" o una espiritualidad.
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Existen dos formas principales de vidrieras: los rosetones y las lancetas acabadas en semi-circulo o en ojiva: las primeras, por su plenitud y su conclusión, unifican, sintetizan, recapitulan, mientras que los segundos son más dinámicos, dramáticos, y de una cierta manera más "exteriorizantes". Las ventanas verticales expresan más bien los modos activos y afirmativos de una espiritualidad, un despertar, una tensión ascendente, una temporalidad, un proceso, y el rosetón la Beatitud, el reposo en el Ser, la Totalidad cósmica, lo intemporal que origen y síntesis de todos los tiempos. Las ventanas se leen generalmente de abajo hacia arriba, y de izquierda a derecha: la mirada se eleva poco a poco, tanto hacia la conclusión de la narración como hacia el sol que ilumina el conjunto; la mirada pasa de la dualidad del zócalo a la unidad de la punta de la ojiva, de la tierra al Cielo, de la relatividad provisional a la Inmutabilidad principial, del ego múltiple al ser espiritualmente simplificado. Según un simbolismo, la izquierda representa negativamente el mundo y la mundanidad, y la derecha el Espíritu: ir de la izquierda a la derecha, después de abajo hacia arriba, es renunciar a si y al mundo por Dios, después subir hacia El en la medida de su realización espiritual, hasta llegar a ser -volver a ser- uno con El. Las excepciones a este modo de lectura son significativas: la vidriera de la catedral de Chartres llamada de la "Redención" (lado bajo-norte), que establece las relaciones simbólicas entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y que representa en su centro y verticalmente la Pasión de Cristo, se lee de arriba hacia abajo, evocando el misterio mismo de la Encarnación, del descendimiento del Verbo divino en un cuerpo de carne con el fin de que el hombre, por la imitación de Cristo, pueda remontar hacia el Verbo.
Frente a un rosetón, la mirada se abisma, se dilata o se concentra; va del centro a la circunferencia y después vuelve al centro, en un movimiento que simboliza el destino último del ser. Destello celeste caída aquí abajo, el hombre está en la circunferencia de la rueda, religado por el Espíritu inmanente -como un radio al centro- a la Esencia divina, y por eso mismo atraído por el Centro inmóvil de la rueda, hacia el cual todo converge, donde todo se reencuentra, donde todos los contrarios son reconciliados en su esencia común. Los círculos concéntricos que se extienden del centro hasta el borde de la rueda son los grados cósmicos y sus estados de existencia, mientras que el centro del rosetón es el Centro divino, la Eternidad, la Verdad pura, el punto inmensurable de donde surgen los mundos mesurables, la unidad transcendente de donde nacen todos los nombres, la Noche y el Silencio de donde surgen todas las luces y todos los sonidos. El rosetón es una irradiación a la vez centrífuga y centrípeta, la proyección diferenciada y polarizada de una esencia indivisa.
(...)
La relación centro-circunferencia de un rosetón es susceptible de evocar todas las relaciones entre un polo esencial y activo, y un polo receptivo o substancial, cualesquiera que sean el grado o el modo ontológicos de esta polarización. (...) La circularidad evoca igualmente la unidad y la perfección divinas o cósmicas, los ciclos (...) la circunferencia moviente de la rueda, opuesta a la Inmutabilidad del centro, es la expresión misma de la precariedad, de toda relatividad cósmica, cuya impermanencia se mide por el alejamiento de esta de su principio invariable. (...) Como la cúpula, el rosetón es una imagen de la Substancia, sobretodo bajo sus aspectos creadores, o maternales, y salvadores, o misericordiosos y reintegradores; y, orientada hacia el sol en el cual resplandece uniformemente y enteramente, ella es también el alma purificada -y por tanto pura substancia- acogiendo el Conocimiento y el Amor. Unida al centro -divino- de la rosa, el alma es por eso mismo todo lo que la rosa es, toda ciencia y todo paraíso. Y se podría decir también de la luz transformada por el rosetón lo que Juan Scoto Erigena dice de Cristo nacido de María: «nacido de la Virgen, esa Luz brilla en las tinieblas, es decir en los corazones de aquellos que la conocen».
Según la hora del día, los colores de las vidrieras se modifican, y esta movilidad del efecto coloreado, traduce la multiplicidad de los estados interiores del alma, los modos de la contemplatividad, los grados cualitativos de la consciencia, o simboliza también la multitud de los aspectos o dimensiones que pueden revestir las mismas realidades cósmicas o espirituales según su "iluminación" principial. Se puede ver también ahí una ilustración de las «piedras vivas» del Evangelio (I Pedro II, 5) de los seres celestes iluminados según modos innombrables por la presencia cíclica y cualitativamente diferenciada de la Luz. La luz solar filtrada por las vidrieras tiene la suavidad de la gracia en el alma, la alegría serena de la confianza espiritual, la sutilidad de los contactos espirituales, al mismo tiempo que la fuerza o la energía del Espíritu. Los reflejos luminosos que invaden el espacio interior de la iglesia, que se proyectan en los muros y las columnas de las iglesias, hacen a la piedra más etérea, más frágil y clemente, como melodiosa: disminuyen la oscuridad mas que iluminar, dicen de la luz lo que es necesario para recordar lo inexpresable de la Luz.

VIDRIERAS ANTIGUAS Y CRISTALERAS MODERNAS
La utilización de vidrios coloreados en las iglesias cristianas está testificada por los textos del siglo IV, pero las vidrieras más antiguas actualmente conocidas y datadas no son anteriores al año mil. Después de la potencia sintética y la espiritualidad sobrias de las vidrieras románicas, la expansión y el perfeccionamiento de las creaciones del siglo XIII, la decadencia de la vidriera occidental comienza en el siglo XIV: este cede poco a poco a los naturalismos, a los artificios técnicos, a los puntos de vista y tendencias mundanas y secularizantes, las vidrieras se vuelven cada vez más simples cristales pintados. Desviaciones de la claridad medieval, o incluso inversiones de una transparencia metafísica y de la «Luz hecha carne», las vidrieras modernas -abstractivistas, cubistas, surrealistas, impresionistas, etc...- no simbolizan ni interiorizan ya más. De una "inspiración" puramente individual y mental, vacían la luz física de su simbolismo unificante y ordenador, y estas experimentaciones formales no pueden apenas dirigirse más que a las resonancias divididas y desenraizadas de impulsos espiritualmente opacos o informulados. Ya se ha dicho que el arte sacro moderno, que no lo es más que de nombre o por su función, quiere en la practica ser religioso sin Religión, intelectual sin simbolismo, moral sin virtudes, simple y directo sin poseer la simplicidad y la espontaneidad espirituales, y convencer por medio de un esteticismo cada vez más demagógico indiferente u abstruso. Cuando la forma se opone así al contenido, acaba inevitablemente por alterar y desacreditar este, pervertir toda transcendencia sacra y romper la unidad orgánica u la inteligibilidad espirituales de la tradición.
Una obra es sagrada, no solamente por su contenido, sino también por su forma, sin la cual no importa que representación de Cristo sería sacra; ahora bien, la forma, en tanto que teofanía, debe depender, no de una fantasía inventiva, sino de una alquimia entre los principios estilísticos tradicionales y las leyes objetivas del símbolo por una parte; un talento espiritualizado y una interioridad receptiva a los arquetipos formales por otra.
En la medida en la que una reforma de la vidriera religiosa contemporánea puede y debe de ser planteada, las tendencias estéticas post-medievales o modernas no podrían constituir una referencia o un punto de salida, si bien se trata, no de copiar las creaciones medievales -como lo han hecho las vidrieras neo-góticas del siglo XIX, al margen de algunos aciertos puntuales-, sino de conformarse a los principios tanto como a la perspectiva contemplativa de esas vidrieras, a la vez integrando las posibilidades cualitativas -espiritualmente validas e intelectualmente adecuadas- de una estética más contemporánea. Pensamos que es sobre todo de las vidrieras románicas figurativas o abstractas de donde habría que inspirarse: su despliegue y su equilibrio son más próximos de lo que las exigencias estéticas actuales tienen de positivo y de legítimo, y son sin duda más apropiados a una mentalidad saturada de sentimentalismos y de cerebralismos. Sin embargo, estos principios teóricos no son nada por ellos mismos, si no se acompañan de una inteligencia espiritual que, habiéndolos asimilado, les insufla la presencia misma del Espíritu, susceptible de fecundar y vivificar las formas por "lo alto" y a través de la profundidad luminosa del alma. Solamente una consciencia espiritual y un conocimiento tradicional correspondiente pueden reconocer la adecuación simbolista y la cualidad contemplativa de las formas, y verdaderamente recrear, a la luz de una inspiración directa y sobre la base de estilos medievales, un lenguaje de lo sagrado conforme a su contenido intemporal y por eso mismo auténticamente humano e inmutablemente "actual".

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( FRAGMENTOS extraídos de CONNAISSANCE DES RELIGIONS nº 51-52 )
( Connaissance des Religions , B.P. 32 – 4 dfr77212 Avon Cedex )

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